Sirena Varada

Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo en una aldea de Noruega habitaba un muchacho de 13 años cuya vida consistía en ayudar a su padre a recoger pescado a pocos kilómetros de la costa.
Oswald, que así se llamaba el muchacho, conocía los cuentos legendarios de las sirenas, que le contó su madre antes de morir de una grave enfermedad.
Contaba, que eran seres de piel clara, pelo rubio y ojos azules como el mar, de intensa belleza, sin embargo no tenían alma y eran criaturas, aún así, peligrosas y hostiles.
Oswald no creía del todo estas leyendas, pensaba que podían ser un invento de los marineros, ya que en alta mar a veces la mente se confundía y veía y escuchaba cosas que en realidad no existen.
Una noche Oswald, después de un extraño sueño, despertó en mitad de la noche en su saco sobre el que dormía en un pequeño establo de la aldea, junto a las vacas y ovejas.
Miró, hacia el agujero del techo y vio una intensa luna azul envuelta en neblina; estaba tan hermosa que decidió salir a verla fuera.
Abrió la puerta y fijó su imagen en la bella luna y después en el inmenso océano que brillaba con su luz.
Era precioso, nunca había visto algo tan bonito en su vida, se acerco unos metros hacia la playa; primero anduvo lentamente, después corriendo, cuando, al estar su corazón acelerado, descubrió una sombra a la orilla.
Al principio pensó que era una roca vertical, pero al fijarse más de cerca, observó algo, que en su adolescencia jamás habría podido soñar.
Era las formas perfectas de una mujer; una mujer con un cabello largo que ondulaba al viento y unos pechos redondos y voluptuosos.
Se quedó prendado de ella pese a las sombras que limitaban su visión de aquella silueta.  Nunca había visto nada tan hermoso en su vida.
Se acercó con temor, tratando de ocultar el sonido de sus pasos descalzos sobre la playa  y se aproximó a los arrecifes; entonces pudo verla a plena luz lunar.
Era una criatura esbelta, alta, delgada, con un cabello rubio, casi plateado que le llegaba hasta la cintura y con unos ojos más azules que el mar profundo.
Su belleza no se parecía en nada a las muchachas de la aldea que eran de piel morena y ojos oscuros.
De inmediato, recordó todo lo que su madre le había contado; que las sirenas salían las noches de luna llena y entonces su cola de pez se convertía en dos piernas helénicas y durante unas breves horas caminaban cerca de la orilla, para con sus dulce voz atrapar a marineros y llevárselos a las profundidades del mar donde allí servían de alimento a su gente.
Todo lo que había que hacer era deshacerse de la muda que la convertiría de nuevo en la criatura diabólica qué era y la transformaría en humana: su esposa.
Escondido tras las piedras, agazapado, buscó alrededor la cola de pez y cuando la localizó, frotó en la oscuridad un pequeño fósforo y la quemó.
Un instante después escuchó el gemido de la sirena, que sabía en el fondo de su pecho que no volvería a ver a los suyos.
Oswald, posteriormente la llevaría a su casa y la presentaría a su padre y al resto de familiares y aldeanos, todos pensaron lo mismo, pero nadie se atrevió a decir nada; ella no era como el resto, sus modales eran extraños, y su forma de hablar parecía ser de hace cientos de años, aunque pocas veces hablaba y miraba a los ojos a los demás.
Ella, llamada Karla después de su bautizo tuvo múltiples partos y dio una inmensa cantidad de hijos a Oswald, los cuales a su vez se casaron con otros aldeanos y de allí se extendieron a toda Noruega y al resto del mundo.
Se dice que aún viven entre nosotros.

IGNACIO F. PANTOJA

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