En el nombre de Dios

Antoine Faure galopaba con su noble corcel por las praderas del norte de Francia, la misión era necesaria y justificada, unos monjes de un convento cercano habían alertado al mismísimo rey de que unos aldeanos había practicado artes oscuras y orientales cerca de allí y el Demonio había excretado su presencia.

Como templario con 20 años de experiencia estaba muy claro lo que debía de hacer, extirpar la maldad del mundo terrenal y devolverla a la oscuridad de los infiernos donde el Maligno mora.

Tras una parada en una posada a varios kilómetros del lugar del pecado, Antoine recogió toda la información que pudo, los aldeanos se había rebelado contra su señor y la Iglesia católica y organizaban fiestas paganas en un valle con rituales oscuros, sacrificios humanos, herejías, lujuria y adoración de Satanás.

Sinceramente se sentía tan preocupado por esa aberración que no espero a que se hiciese de día ni durmió en la posada, directamente como caballero y siervo de Dios salió en su caballo llevando en una mano la espada y en la otra la Sagrada Biblia.

Cuando llegó y vió el fuego observó el infierno terrenal: hombres y mujeres jóvenes fornicaban entre ellos como una nube de mosquitos mientras bebían y hacían blasfemias contra Dios y en nombre del Maligno.

El hedor a azufre era inconfundible.

Sin ningún remordimiento saco su espada y uno por uno mato a esos paganos poseídos por el Diablo.

Cuando acabó con ellos (unas tres docenas de hombres y mujeres que habían perdido su alma) les dio sepultura cristiana y rezó a Dios por si habría alguna salvación para alguno de ellos (aunque en su sabiduría de religioso sabía que había poco que hacer por el alma de esos malnacidos).

Aún quedaba lo más difícil.

Subió la montaña arriba y encontró lo que sabía que existía: un coro de faunos que bailaban histéricamente alrededor de un ser de tres metros con cuerpo de hombre y cabeza de macho cabrío.

Cuando los seres inmundos lo vieron se lanzaron contra él cual perros del demonio, con sus cabezas humanas y sus dientes de tiburón y él uno a uno corto sus cabezas y derramó su sangre en el suelo.

Entonces el gigantesco macho cabrio se puso en pie con intención de agarrar una enorme roca y aplastarle.

-¡En el nombre de Dios clemente y misericordioso!- grito Antoine- ¡Que el mal perezca y el bien prevalezca!.

Y mientras se santiguaba agarró su espada con firmeza y se lanzó con determinación ante ese abominable ser.

Esquivo la roca y con su técnica de exorcista le saco el corazón del pecho, ante lo cual el enorme monstruo empezó a disolverse en una llama verde mientras emitía unos bramidos imposibles de describir.

Antonie quemó el corazón con agua bendita.

Después se arrodilló ante el Señor de los Cielos y rezó varias veces.

Cuando miró hacia el este, el sol empezaba a salir.

Una vez más había cumplido su misión en la vida y había derrotado al mal.

Su salvación estaba asegurada y pronto se reuniría con el Padre.

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