LA NOCHE MÁS LARGA
Desde todos los confines del globo terráqueo, llegaban miles de millones de personas a Dumbar Aidil, la ciudad más grande, poblada y hermosa que existirá jamás, justo en el centro del mundo.
La ciudad se extendía mucho más de lo que la vista podía alcanzar, estaba llena de multitud de diferentes edificios, casas blancas menudas y cuanto más se acercaban al centro de mayor tamaño eran, hasta llegar al palacio del emperador niño que medía un kilometro de altura y sobre el que reposaba la gigantesca campana de la Esperanza, toda de oro blanco.
El ajetreo por la llegada de gente a la ciudad había sido enorme esos días, pero el emperador niño, con infinita bondad había dejado un techo para cada mujer, hombre, niño y animal que se acercase allí, pues pronto llegaría la noche más larga.
La noche más larga duraba exactamente 666 horas con 666 minutos y 666 segundos y solo se producía una vez al año. Por ello emperador niño había extendido la marca de Dios por todas y cada una de las casas de la ciudad, a fin de que ningún mal pudiera penetrar en ellas.
Cuando el último sol del último día antes de la noche más larga empezó a descender, todos los humanos, sus mascotas, todos los animales del ganado, los enormes perros blancos que protegían el palacio y los dragones de luz se refugiaron dentro bajo la marca de nuestro Señor.
La luz fue cortada en todos los lugares, el agua corriente también se frenó, todos los móviles, tabletas y ordenadores fueron apagados.
Cada persona se extendió sobre una cama tras haber tomado una fuerte medicación y empezó a cerrar los ojos. Pronto estuvieron en un profundo y dulce sueño que duraría 666 horas con 666 minutos con 666 segundos.
Desde su cama el emperador niño fue el último que vio desaparecer el sol antes de quedarse en las profundidades de un precioso sueño.
Entonces todo quedó en la máxima oscuridad, sin luna y sin estrellas.
Tras unos minutos de infinito silencio ocurrió el primer hecho monstruoso de aquel evento, un grito espantoso, de un nivel de decibelios capaz de destrozar cualquier cerebro humano, intensamente agudo, una mezcla de ira y lamento horrible cruzó toda la ciudad de este a oeste, algo desgarrador y sobrenatural acababa de empezar.
Tras ese grito, que anunciaba la llegada del infierno hubo un silencio sepulcral, y aunque se pudiese pensar que todo había acabado un zumbido fatídico empezó a sonar por el este, un ruido repugnante, billones y billones de insectos bubónicos venían en toneladas cúbicas, como una marea inexpugnable.
Los insectos cruzaron toda la ciudad golpearon muros, puertas e incluso intentaron golpear la gran campana de la Esperanza, pero todo fue en vano pues la marca de nuestro Señor la protegía, así que al final agotados y fracasados se fueron por el oeste.
Tras una hora de silencio llegó el segundo horror de la noche, una bandada de cuervos deformes, con los ojos rojos y más negros aún que la propia noche invadieron la ciudad infestando de su maldad, golpearon puertas y ventanas a terribles picotazos para devorar a quien dormían dentro, pero todo fue inútil pues la marca del Señor les protegía, cuando se dieron cuenta que no tenían nada que hacer se fueron por el oeste.
El tercer horror se manifestó durante largas horas por medio de unas criaturas humanoides aladas con cuernos y rabo y deformidades espantosas, que con armas del mal y artefactos intentaban derribar cualquier protección que salvaguardase a los humanos, intentando mancillar con sus infectas manos la campana de la Esperanza pero no pudieron, pues el Señor lo protegía todo, así que acabaron agotados, huyendo por el oeste.
Tras unas horas en las que solo se escuchaba el aullar de un viento gélido llegó el cuarto horror, unas criaturas mucho más grandes que los elefantes, unas bestias de seis patas y cuello de serpiente llegaron a la ciudad e intentaron con crueles pisadas destrozarlo todo, más eso fue en vano, pues por mucho que con su maldad intentaban destruir, la marca de Dios protegía a todo el mundo, así que agotados acabaron marchándose por el oeste.
Entonces pasó un día entero, el cielo se puso negro, como si la tormenta del final de los tiempo empezase a desatar su cólera contra la humanidad una serpiente larga alada de cien metros, con tres cabezas emergió del cúmulo de oscuridad y comenzó a emanar fuego a inmensa llamaradas que azotaron la ciudad, pero por mucho que intentaba quemar la vida y las almas de todas las personas que allí dormían no pudo hacer nada, pues sus agresivas llamas de fuego volcánico del inframundo chocaban contra un escudo de agua que Dios había puesto para proteger a sus hijos.
Harta y cabreada, la serpiente tricéfala dejo de insistir y con resignación desapareció por el oeste.
Entonces el cielo se oscureció aún más pero no eran gotas de agua lo que caía, sino sangre de los condenados de aquella noche, cuando el mundo no podía protegerlos.
Tras la lluvia el cielo se abrió por la mitad y una enormes garras negras con afiladas uñas rasgaron la noche infinita por la mitad y apareció aquel que no debe ser nombrado.
El mayor de los horrores, Satanás con su cuerpo de ángel caído por sentir envidia de Dios, por creerse el dueño del universo apareció del centro del Infierno y con un tridente enorme descargo su ira descomunal contra toda la ciudad, clavo con maldad, ansiedad y cólera, pero no pudo hacer nada, su esfuerzo era en vano.
Lanzó su tridente contra la campana de la Esperanza pero ni siquiera logró rozarla, pues estaba protegida y sus golpes rebotaban una y otra vez,
Dándose cuenta de su fracaso ardió en una locura devastadora y empezó a sufrir tras lo cual emitió los gritos más horribles y espantosos que ningún hombre ni mujer podría jamás imaginar y tras ello empezó a insultar y maldecir a la humanidad entera por seguir vivos.
Sin embargo, al divisar algo que venía por el este, le entró una cobardía propia de un ser tan inmundo y agitando sus alas huyó directo hacia el oeste sin atreverse a mirar hacia atrás.
En ese momento, tras las 666 horas con 666 minutos y 666 segundos, la gente de Dumbar Aidil empezaron a desperezarse y a abrir los ojos, había una luz infinitamente preciosa y todos ellos, sonriendo, salieron cogidos de la mano y miraron al Cielo.
El emperador niño que se había despertado el primero ya había ordenado que sonase la campana de la Esperanza ante la cual el sonido era el más dulce y hermoso con el que jamás la humanidad nunca pueda soñar.
En el Cielo cientos de ángeles saludaban a los humanos y les transmitían luz y calor, los arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel blandían enormes espadones de luz con las que habían salvado a su pueblo de las fuerzas del mal y las garras del Maligno.
Y allí en el centro, no era el Sol, sino la cara de nuestro señor Jesucristo quien sonreía dulcemente a todos los humanos, haciéndoles saber que estaban en el Reino de Dios.
IGNACIO F. PANTOJA
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