LA DIOSA DEL OCÉANO
Tras navegar varios días en calma falleció el último miembro de mi tripulación, un hombre obeso al cual le había quedado la cara deformada por múltiples verrugas y cicatrices. Seguí mi camino solo, hacía un sol ardiente de verano justo encima de mi cabeza y no me quedaba nada de beber. Desesperado me lance al inmenso azul lleno de sal. Poco a poco fui quebrándome, me sentía débil, mis fosas nasales estaban rotas y me hundía en la oscuridad donde todas las criaturas diabólicas y malignas esperaban hincarme sus afilados colmillos. Entonces desperté. La diosa del océano me tenía en sus manos, ella de un kilometro de altura, con su infinito cabello rubio brillando furiosamente y sus inmensas alas blancas me engulló en sus fauces. Después me expulsó, pues su saliva era de oro y no había hombre que no pudiese resistirse ante tanto pecado. La entidad más hermosa del mundo me lanzó kilometros y kilometros por el cielo. Y ya nunca jamás volví a despertar…